No hay otro acontecimiento igual en Europa. Menos aun si está concentrado en una sola ciudad, Madrid. Pero esta hipótesis solo habría visto la luz de no haber sido por mi escasa pero mínima idea de fútbol, porque el pasado sábado la segunda capital más importante de la Península (dejando de lado debates patrióticos) habría dicho que era Madrid.
Sí, Lisboa acogió la
final de la Champions League, ese torneo que hace más llevadera la semana hasta
febrero y que luego solo sirve para desquiciarte año tras año.
Este año Madrid sonrió como nunca y, porque
no decirlo, tuvo la suerte necesaria para hacernos participes de una gesta histórica.
Nunca antes dos equipos de una ciudad alcanzaron en la misma temporada la final
de un torneo tan respetado por la sociedad. “¿Que sólo es fútbol?”, preguntaban
unos. “Pues sí, solo es fútbol”, constaban otros. No me sabría a quién llamar
loco. Además, el cuento se escribía solo y la capital vecina esperaba. Toda
Lisboa aguardó en sus casas para dar colorido diferente a una ciudad que también
posee una rivalidad similar.
Como siempre el partido comenzó en el minuto
dos. El ser humano, impuntual por naturaleza, y un prolegómeno más propio de Juegos
Olímpicos ratificaron aun más el pertinente retraso futbolero. La tensión y los
sudores siguieron la pendiente de la grada y se propagaron por el campo hasta
dilapidar el nerviosismo inicial dilapidar la primera media hora. Pero apareció
el santo. Sí pero no, apareció pero mal. Un error mundial que ascendía al Cholo
al puesto de comandante de una de las gestas históricas más relevantes de la
historia del fútbol. Casi nada.
El Atlético jugaba con el oficio de campeón y
el Madrid lo intentaba como un aspirante sin nada que perder. Algo no cuadraba
dentro de lo establecido, o bueno, eso pensaban algunos. El tiempo corría enseñando
una historia ya vista durante el año, solo hacía falta contarla una vez más. Y
lo hicieron durante los 90 minutos que duró el partido. Más que menos, pero en
Lisboa menos que más, se temieron lo peor.
Los que llegaron con dinero lo intentaron por
activa y por pasiva, con zurdos y diestros, con veteranos y noveles. Faltaba
uno. Pero este no lo intentó. Como si del Juicio Final se tratase, cuando ya no
quedaba nadie por hablar, él saltó, giró y golpeó despacio. No voló una mosca. Se hizo silencio. Todos los
demás bajaron sus cabezas y apareció él, vestido de Juicio Final, y señalando a
la cámara susurró: “Yo, Sergio Ramos, jugué en el Madrid de ‘La Décima’”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario